martes, 28 de diciembre de 2010

MEMORIA DEL OLVIDO

Tras la publicación del testimonio sobre Don Fernando, hace unos días, traigo aquí este escrito sobre él, en esta ocasión, debido a su nieta, mi prima Ángeles Soler Martínez:

MEMORIA DEL OLVIDO

Eran los primeros años de la década de los sesenta y mi escasa vida transcurría entre la vitalidad de mi madre, la bondad de mi padre, tíos, primos y la casa de mi abuela María, la madre de mi padre.
Era en esa casa de pueblo con patio y jardín de crecimiento caótico, cuartos traseros llenos de polvo y olor a jazmín y caldo Maggi, donde transcurrían muchas tardes de domingo mientras mis padres iban al cine.
Mi abuela era un no parar, ni se sentaba para comer y la recuerdo siempre pelando alcachofas con los dedos agrietados y negros de tanta verdura pelada a lo largo de su vida; siempre reía y nos decía a los niños: chhhiiisss que los tites y el abuelo están comiendo; estos personajes eran para mí “los que vivían con mi abuela”, permanecían horas en sus habitaciones y comían en silencio dejando oír solamente el ruido que hacían al sorber el caldo de la ensalada.
El abuelo era tierno y tenía una triste sonrisa, casi nunca salía de la habitación y ya fuera verano o invierno, cubría su cabeza con una boina de lana negra y se abrigaba con una chaqueta de lana; desde su habitación dimanaban sus Mariiiiía, y acto seguido, mi abuela acudía con la comida, agua o cualquier cosa que necesitara; en la habitación había un gran ventanal junto al cual mi abuelo permanecía sentado en un sillón casi todo el día y era allí donde yo me sentaba cuando me colaba en la habitación sin que mi abuela se diera cuenta para que el abuelo me hiciera cocinitas con cajas de cerillas.
Los años pasaron y mis padres se fueron a vivir a Canarias, yo seguí con mi obsesión de querer ser veterinaria, que no sé de dónde la sacaría porque en mi vida había conocido uno, ni siquiera había visto otros animales que no fueran los perros sarnosos que recogía, los gatos de la prima Rosamaría y los que salvaba de las garras de aquellos niños sádicos que poblaban mis pesadillas de niña. No sé exactamente qué edad tendría cuando me enteré de que mi abuelo Fernando habría muerto, aproximadamente unos trece, edad en que la muerte es una palabra sin sentido y en la que sólo se es consciente de que los que estaban dejan de estar, así que el abuelo quedó en mi memoria junto al olor de jazmines, las cocinitas de cajas de cerillas y su sonrisa tierna y triste.
Cuando llegué a la Facultad empezó mi aprendizaje de la vida y lo primero que aprendí fue que allí me iban a enseñar justo lo que no tendría que hacer, pero también aprendí lo que era la libertad, el compañerismo, la política y el sexo, cosas que realmente son las que se aprenden en la Universidad. En mi casa nunca se habló de política. Sólo mi abuela materna, una mujer de armas tomar, se atrevía a poner verde a Manuel Fraga cuando salía en la televisión y acto seguido, mi tía cerraba las ventanas para que no la oyeran desde la calle. Fue en aquella época, principios de los setenta, cuando empecé a preguntar a mi madre, a mi padre, a mis tíos, sobre historias oídas de refilón sobre mi familia y así supe de aquellos hombres serios que sorbían el caldo de la ensalada en silencio y sonreían tristemente.
El abuelo Fernando había sido Oficial de Correos, pertenecía al Partido Socialista y fue alcalde de Cartagena durante los últimos tiempos de la guerra; era un hombre culto, honrado, y que ayudaba a la gente que lo necesitaba siendo respetado por todos los que lo conocían. Pero se ve que todo esto fue la causa de que tuviera que salir por patas cuando terminó la guerra, esa guerra fraticida en nombre de la Patria, Una, Grande y Libre y que dejó España vacía de hombres como mi abuelo.
El abuelo se tuvo que ir a Francia, pero quiso el destino que acabara en una cárcel de Orán donde meaban y cagaban en latas, comían basura, bebían agua putrefacta y trataban de conservar su humanidad. Los que consiguieron salir de allí ya nunca fueron los mismos, unos se volvieron locos para olvidar tanta locura y a otros, como a mi abuelo, se les murió el alma; volvieron a sus casas, se encerraron en su silencio y ya no hablaron ni de política ni de nada nunca más, se perdieron en el olvido.
Ahora con una Ley de la Memoria Histórica aprobada, los hay que dicen: ¿Para qué remover la memoria? Hay que dejar que las heridas se cierren, eso pasó hace mucho tiempo, miremos hacia delante. Y yo les digo que de heridas sé bastante; las heridas se cierran después de limpiar la suciedad y también les diría: Miremos hacia delante, pero sin olvidar a los que quedaron enterrados en el olvido. Les diría tantas cosas, todas las que mi abuelo Fernando, “un hombre en el sentido de la palabra, bueno”, calló para siempre y ni contó a los suyos por miedo y amargura.
Abuelos de la gris España, no os olvidaremos.
ANGELES SOLER MARTÍNEZ

miércoles, 22 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ

ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ
El 28 de junio de 1890 nació en Cartagena Enrique Martínez Godínez, hijo de Antonio Martínez Torres, conocido popularmente como “Antonio el Herrero”, hombre de gran cultura que simultaneaba el trabajo en la fragua con la práctica de la Homeopatía; fue, probablemente, el primer homeópata de Cartagena.
Enrique realizó los estudios de Practicante, con idea de continuar con la tradición como homeópata de su padre, como así hizo, aunque más adelante ingresó en el cuerpo de Auxiliares de Sanidad de la Marina.
Fue el 1 de abril de 1915 la fecha en que Enrique Martínez Godínez comenzó a prestar sus servicios como Aspirante a Practicante de la Armada en el Hospital de Marina de Cartagena.
Veinticuatro años después falleció a consecuencia de las torturas sufridas durante un interrogatorio en las dependencias del S. I. P., el día 25 de mayo de 1939.
Sus verdugos podrían haber dado a su muerte la misma explicación que se solía dar en otros casos similares, decir que se había debido a un suicidio, pero en lugar de ello, arrojaron al mar su cadáver, que apareció tres días más tarde en la playa del Alamillo, de Mazarrón.
¿Por qué intentaron ocultar el asesinato de esta manera tan burda? ¿Por qué falsificaron la documentación de su expediente de prisión, haciendo figurar que había sido puesto en libertad? ¿Por qué negaron su muerte durante mucho tiempo después de ocurrida?
La lectura del texto precedente podría conducirnos a suposiciones que nada tienen que ver con la realidad… creer que se trataba de algún importante dirigente político o sindical, pensar que se había destacado en sucesos de guerra, en hechos delictivos, en algún tipo de conspiración… Nada más lejos de la realidad.
El estudio de su expediente profesional no arroja ninguna luz sobre el tema: Ascendido a Segundo Practicante el 13 de noviembre de 1919, continuó prestando sus servicios en el Hospital de Marina hasta que embarcó en el Cañonero “Álvaro de Bazán” el 15 de febrero de 1921, permaneciendo a bordo hasta el 20 de febrero de 1923, en que regresó a su destino del Hospital de Marina de Cartagena.  Se encontraba entonces en posesión de la Medalla Militar de Marruecos con pasador de Tetuán. (R.O. de 10 D.O. nº 37) que le había sido concedida el 20 de febrero de 1923.
Como Segundo Practicante prestó servicios, sucesivamente, en la Enfermería del Arsenal, en la Fábrica Nacional de Torpedos y, finalmente, en el Cañonero Cánovas del Castillo, donde se encontraba, el 4 de abril de 1931, cuando fue ascendido a Primer Practicante.
Las elecciones que dieron lugar a la llegada de la República tuvieron lugar cuando todavía se encontraba en el Cánovas, esperando el momento de ser autorizado a trasladarse a Cartagena para tomar posesión de su destino, de nuevo en el Hospital Militar de Marina, lo que no ocurrió hasta el día 30 de abril.
Durante los años de la República, Enrique Martínez Godínez simultaneó su destino en el Hospital de Marina con el ejercicio de la Homeopatía. No se afilió a ningún partido político, a ningún sindicato; no perteneció a ninguna logia masónica. Era, eso sí, un republicano convencido, que había recibido con enorme alegría el advenimiento del nuevo régimen, por el progreso que suponía iba a significar para el país, pero jamás se destacó en el ambiente político.
Quizás el motivo de su detención, de su muerte, del secretismo sobre las circunstancias de ésta, habría que buscarlo en el destino que ocupara cuando estalló la rebelión del 18 de julio: Enrique Martínez había sido destinado, el 6 de junio de 1935, al Destructor “Lepanto” y a bordo de él se encontraba el día de la sublevación, a bordo del único buque cuyo comandante se mantuvo fiel a la República.
Por eso, en mi investigación, sobre las circunstancias de su muerte, he dado una gran importancia a los hechos ocurridos a bordo del Lepanto durante los primeros meses de la guerra, y éste va a ser uno de los apartados que a partir de ahora aparecerán en este blog: la investigación de las cinco causas judiciales que las autoridades franquistas abrieron en averiguación de los sucesos ocurridos en dicho buque.
En las próximas semanas podréis ir leyendo, en diferentes entregas, la relación de los hechos en boca de los  testigos y encartados en estas cinco causas. Es mi propósito, a través de estos relatos, contribuir a llevar a cabo el deseo que mi abuelo expresó en una de las cartas que envió a su familia desde la prisión: “Que se abra paso a la verdad”

sábado, 4 de diciembre de 2010

¡Pero si este hombre está vivo!


     “Hay que concretar al máximo; si es posible, hacer constar exactamente el número de la causa que se quiera consultar”. Éstas son las indicaciones que dan los funcionarios del Juzgado Togado de lo Militar número 14 cuando nos dirigimos allí con la instancia para solicitar la autorización judicial para investigar en el Archivo Histórico de la Armada de Cartagena.
Mi pretensión era acceder al Archivo y tener acceso a los documentos que, desde 1939 a 1945, estuviesen relacionados con la temática del libro que quería escribir acerca del asesinato de mi abuelo, pero la respuesta fue que no se podía realizar una solicitud para investigar sobre un período de tiempo tan extenso y un tema  tan general, sino que había que referirse a una causa en concreto. Me dieron entonces el número de teléfono del Archivo para que preguntase si allí se encontraba depositada alguna causa en relación con mi abuelo, o su expediente de prisión, para que, en caso afirmativo, consignara su número en la solicitud.

Al explicar que quería consultar el expediente de Enrique Martínez Godínez, un marino que había estado detenido en el Penal Naval al terminar la guerra y al que mataron en mayo del 39, el Jefe de Negociado respondió:
-         ¡Pero si este hombre está vivo!
-         No, este hombre murió. Lo mataron en mayo del 39, de una paliza.
-         No murió ¡Si estaré yo acostumbrado a manejar expedientes…! Y a éste le falta la cruz que se les pone cuando han fallecido. Lo mismo da que hubieran sido fusilados o que muriesen de otro modo.
Si “este hombre” hubiese estado vivo habría tenido, en esa fecha, 118 años. Pero yo podía asegurar que murió en el 39. Podía citarle, incluso, los nombres de los dos testigos que, varios años después, habían testificado acerca de su muerte, ante un notario, para que su viuda pudiera cobrar, por fin, la pensión a que tenía derecho. Pero no era cuestión de discutir por ello. Lo importante era acceder a la documentación.

-         Sí. El expediente de prisión está aquí, pero la causa no existe.
-         ¿La causa no existe? ¿No se hallaba procesado?
-         Sí, se abrió un proceso. Aquí figura el número de la causa: es el 136/1939, pero no se encuentra aquí. Físicamente no existe.
-         ¿Cómo que no existe? ¿Acaso la han destruido?
-         No, no es eso. Aquí no se destruye ningún documento; pero se trata de expedientes muy antiguos. Este archivo se encontraba dividido en varios diferentes, que estaban ubicados en distintos lugares, y se han unificado recientemente, y ya se sabe lo que pasa con los traslados, que a veces, algunas causas se pierden… Hace muchos años de estas cosas.

Aunque la causa hubiese desaparecido, por lo menos existía el expediente de prisión, y seguro que si podía acceder al Archivo encontraría algún otro documento que me diese pistas que resultaran útiles para mi trabajo. Por ello solicité al Juzgado, dos días después, consultar la Causa con número de autos 136/1939 y todos los que dimanaran de ella hasta el año 1945.
Mientras esperaba la concesión del permiso, me dediqué a buscar otro tipo de documentación, como las reseñas de los periódicos, y solicité al Ministerio de Defensa su hoja de Servicios. Cuando recibí la respuesta, consistía en un cierto número de copias de las tomas de posesión en los diferentes destinos, que venían acompañadas de una nota en la que decía:”Estos datos  están sacados de su incompleto expediente personal, no tiene Hoja de Servicios y no figura ni la fecha de retiro ni la de fallecimiento”

Sesenta y nueve años después de lo ocurrido, sesenta y nueve años después de la aparición de su cadáver, a los tres días de ocurrida la muerte, y todavía se seguía negando que ésta hubiese tenido lugar…
 He aquí un ejemplo de lo que había oído, en una conferencia, decir a Pedro Mª Egea Bruno acerca de que a estas personas se les había condenado a morir por dos veces, en una primera ocasión, a la muerte física; después, a la muerte que suponía el olvido. Pero yo no lo iba a consentir, no iba a consentir que el nombre de Enrique Martínez Godínez quedara condenado a perderse en el olvido, del mismo modo que nadie de cuantos y cuantas nos encontramos luchando hoy por la Recuperación de la Memoria vamos a consentir que ninguno de los nombres de quienes dieron su vida por defender la Libertad queden relegados al olvido; pues si de inabarcables dimensiones fue la traición de quienes en el 1936 se levantaron en armas contra un gobierno legítimamente constituido, mayor aún, muchísimo mayor sería la nuestra, la de los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI, si no nos opusiéramos a que este olvido continuara, si no luchásemos porque de una vez, por todas, se abra paso a la verdad de lo que entonces ocurrió. Nuestro pueblo no puede olvidar su pasado, y no lo va a hacer, no está dispuesto a permitir que esto suceda.

DON FERNANDO

Acababa de terminar Primero de Bachiller. Todo un verano de descanso, de playa, de juegos, se encontraba esperándome ese día de junio, una vez recogidas las notas de ese curso.
Pero mi padre no estaba dispuesto a permitirme tantas horas de ocio. Se empeñó en que durante ese verano comenzara a dar clases de francés con Don Fernando, para que el curso siguiente no me costara demasiado trabajo la nueva asignatura.

Don Fernando era el suegro de mi tía Angelita y vivía muy cerca de casa.
Las clases las dábamos en una habitación con ventana al jardín, donde siempre  se encontraba el pobre hombre, porque era en la que daba más el sol; había continuamente un hornillo eléctrico en la esquina con una olla de agua hirviendo con hojas de eucalipto, pues Don Fernando estaba muy enfermo, tanto que con el calor que hacía llevaba siempre puesta la boina y tenía una eterna manta a cuadros rojos y negros, sobre  las rodillas.  Era muy buena persona; nunca se enfadaba, tenía mucha paciencia conmigo cuando me equivocaba, me repetía una y otra vez las frases hasta que lograba aprender a decirlas con la entonación adecuada, y nunca me ponía tareas para hacer en casa, como los profesores al uso.
-          No, no hay que arrastrar así las erres, eso es barriobajero, un francés bien educado, nunca habla así. Doucement!  Doucement! – me decía cuando intentaba tomar carrerilla.  Y se limpiaba con el pañuelo de cuadros la gota que le colgaba de la punta de la nariz – Trés bien!

¿Cómo sabía este hombre tanto francés?  ¿Por qué estaba tan viejo, en comparación con su mujer?  ¿Qué le pasaba que estaba tan enfermo?  ¿A qué se dedicaba?
Un día, mi prima Ángeles me enseñó un plato y una cuchara de esparto.
-         Los hizo mi abuelo.
-         ¿Para qué?  ¿Para qué los hizo? Si con eso no se puede comer…
-         Fue cuando estuvo en el campo de concentración.
-         ¿En el campo de concentración?  ¿Tu abuelo estuvo en un campo de concentración?  ¿Es que luchó en la Segunda Guerra Mundial?
-         No.  Son de cuando estuvo en Francia.  Mi abuelo se escapó a Francia, y allí, a todos los españoles que llegaban, los encerraban en campos de concentración.
-         ¿Y por qué se escapó?
-         No sé.  Cosas de esas de la guerra.  Dice mi padre que allí, en el campo, no tenían nada, ni siquiera cubiertos.  Por eso mi abuelo se hizo esta cuchara y este plato para poder echarse la comida.

Don Fernando regresó enfermo a España tras un exilio que cerró sus labios totalmente; se trajo consigo la cuchara y el plato de esparto que él mismo se fabricó allá en Francia, también vino acompañado de una bronquitis crónica, una debilidad extrema y una amargura infinita, pero nunca hizo comentarios sobre lo que había vivido ni volvió jamás a hablar de política hasta que murió.
Había sido un miembro relevante del Partido Socialista, y alcalde de Cartagena durante el último año de la guerra.
Mi tío contaba de él muchas anécdotas, que repetía, añorante y orgulloso, ante los oídos atentos de sus hijos y sobrinos, que lo escuchaban embelesados, como quien asiste al relato de un cuento; anécdotas que siempre decían mucho sobre su bondad, su cultura, su ecuanimidad… pero nada de ello parecía haberle servido de mucho, pues al final de la contienda tuvo que escapar para evitar ser encarcelado, y quién sabe si algo más.
Las anécdotas oídas acerca de Don Fernando, al igual que las que hacían referencia a muchas otras personas con pasado republicano eran totalmente opuestas a los relatos que, en el colegio, las buenas monjitas hacían sobre los rojos, y que ayudaba a formarme la idea de que los perdedores de la guerra civil habían sido unos seres deshumanizados, sin sentimientos…  y sin embargo, todas las personas a quienes conocí, con pasado rojo, eran para mí una gente encantadora… Todas esas historias, la de Don Fernando, la de mi vecino Juan, y tantas otras, fueron quedando registradas en mi memoria de manera casi inconsciente.  Más adelante, en la época de las grandes contradicciones, las fui recuperando, e hicieron que éstas se agudizaran considerablemente.
Hoy, continúo recordando la figura de todos sus protagonistas, y entre ellas, la de este antiguo alcalde socialista, que murió como un pajarico, encontrándolo su mujer con el cuello doblado, sentado en su sillón y arropado en la manta, como si estuviera durmiendo, y recuerdo las historias que contaban sobre él y sobre todos los demás represaliados que conocí durante el corto período de mi infancia. Pienso que el conocer a estos personajes contribuyó a despertar mi interés por conocer la verdad de los hechos. Conforme pasó el tiempo me fui aficionando a la lectura de novelas históricas, pero ninguna de ellas despertó en mí jamás la atracción que me merecieron todas aquellas historias sobre estos personajes reales que en aquella época me aficioné a escuchar.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Petición de indulto

Miedo, silencio, dolor, humillación...
Si hace unos días trataba de reconstruir las circunstancias en las que una viuda reclamaba las pertenencias que dejó su marido en el penal tras su ejecución, traigo hoy la carta que dirige a Franco una mujer desesperada, solicitando el indulto para su esposo que se encuentra condenado a cadena perpetua: 

Excmo. Sr:
Una mujer se arroja a los pies de V. E., lleva lágrimas en los ojos y en el alma, y una súplica de perdón para su esposo en los labios. Pero esta mujer que pide libertad para tan querido ser, no levantaría la voz si no se creyera digna de acercarse al corazón ce V. E., por esto, antes de hablar de él, ha de presentarse ante su alta Autoridad, con el sólo título que poseo y que es el único que me honra y enaltece: el de madre cristiana.
En nuestro hogar se ha vivido bajo el temor de Dios. Su fe y su doctrina han regido los actos de nuestra vida, dado que nuestros padres nos educaron en el ambiente de las Leyes de Cristo, tales como la caridad, el amor al prójimo, la piedad, el orden, y todo lo eminentemente cristiano nos fue inculcado en sangre y espíritu y pensando como hijo sabemos que lo que las madres nos enseñan es inolvidable.
Circunstancias geográficas lograron la desgracia de que el Glorioso Alzamiento Nacional sorprendiera en zona dominada por los marxistas a mi esposo, J. C. R., ex-cabo de marinería de la Armada, el cual actualmente se encuentra en la cárcel de Córdoba extinguiendo la pena de RECLUSIÓN PERPETUA que le fue impuesta de resultas de la causa sumarísima número 227/1939, de la jurisdicción del Departamento Marítimo de Cartagena, que para depurar su conducta y actuación en zona roja se le instruyó. No intento, Excmo. Sr., censurar el fallo dictado por el tribunal, pero, a mi corto juicio, considero excesiva la pena impuesta ya que, sin duda por olvido, no se tuvo en cuenta, para dictar Sentencia, nada más que las declaraciones de los insuficientes testigos de cargo, dado que solamente dos de ellos lo acusaron de hechos dispares y no comprobados, y, sin embargo, nada se aludió en la misma a las declaraciones de los testigos de descargo, por las que quedó clara y patentemente demostrada su buena conducta, honradez, y extensa participación en el Socorro Blanco, ayudando con víveres y demás a infinidad de personas de derechas perseguidas, entre ellas a los Vicecónsules de Dinamarca y Noruega en Torrevieja (Alicante).
Cónstame que mi citado esposo oportunamente invocó la no certeza de los cargos que se le imputaban, pero de tales invocaciones no se hizo caso.
Creyendo la exponente que de haberse ahondado, en momento oportuno, la investigación sumarial con otras declaraciones de testigos, cargos e informes de los distintos organismos oficiales (F.E.T. y de las J.O.N.S., Alcaldía, Guardia Civil, etc) se hubiera puesto de manifiesto la veracidad de los hechos y, por tanto, aclarada, de manera terminante, la veracidad de los hechos como así mismo que, si bien es cierto que perteneció a la escolta del entonces Jefe de la Base Naval, fue con el solo objeto de salvar de la muerte a su hermano L. que, por su marcado matiz derechista y perteneciente a Acción Católica, se hallaba detenido en la prisión de Partido de esta Ciudad desde los primeros momentos.
Circunstancias especialísimas que V. E. podrá juzgar por los documentos que acompaño, toda vez que careciendo de datos que me ayuden a rebatir los cargos imputados, sólo me es posible demostrar la clase de persona, ideología, honradez y no peligrosidad que …….. (ilegible)………  que me conste, de manera cierta, que el mismo no ha podido ser acusado de hecho alguno que me haga agachar la cabeza y sí, únicamente, de haber sabido ocultar su personalidad ante la horda roja y salvar su vida y la de su hermano, para ofrecerla a su patria cuando la necesitare, y no, sin provecho de ninguna clase, morir ambos a manos de cualquier miliciano en una carretera.
Sólo una fe ciega y la confianza inquebrantable en la inteligencia y bondadoso corazón de V. E. me mueven a dar este paso y por ello
Excmo. Sr. Caudillo de la más noble causa que vieron los siglos junto a los laureles inmortales que coronan sus triunfos hoy inmarchitables de perdón. Por los grandes destinos que Dios os tiene señalados. Por nuestra Religión Católica y amor a ESPAÑA. Por todos los sufrimientos pasados, conceda Vuestra Excelencia el indulto a mi expresado esposo.
Es gracia, Excmo. Sr., que servirá para llenar vuestro camino de sonrisa de agradecimiento, de lágrimas de dicha y de bendiciones eternas.
Cartagena (Murcia) a los quince días del mes de noviembre de 1943.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

V: Don Carlos, el Médico

Don Carlos era un médico mallorquín, afincado en Cartagena. Muy querido por todas las personas que le conocían, no sólo por su buen hacer desde el punto de vista profesional, sino sobre todo, por su calidad humana. Al menos, eso oía decir a los mayores, porque yo, personalmente, jamás lo llegué a conocer, aunque si tenía muchas referencias de él.
Sí que conocí a sus hijos, unas personas educadas, amables y generosas… se trataba de una familia muy agradable.
Recuerdo las tardes de los veranos que pasaba jugando en el jardín trasero de su enorme casa, recuerdo la afición a la fotografía de dos de los hijos mayores, recuerdo la que tenía por la pintura de una de las hijas… y uno de sus cuadros, que regaló a mi madre en una ocasión.
Recuerdo a Manolita, la hija mayor, que todos los años le regalaba a mi padre un almanaque de sobremesa, que llevaba en la parte inferior de cada página una cita bíblica… En una ocasión le trajo una biblia, una biblia que, cuando hice intención de llevármela al colegio, para trabajar con ella – por su tamaño reducido resultaba más fácil de manejar que la que mis padres me habían comprado para que llevase a clase – provocó en mi madre una extraña reacción: Me prohibió terminantemente que me la llevase, para que no la vieran las monjas.
¿Por qué no podían ver las monjas ese ejemplar de la Biblia?...  Se trataba de una biblia protestante.
¡Cuál no sería mi sorpresa al conocer la religión que Manolita profesaba! No podía entenderlo. Sus hermanos iban a misa todos los domingos; los menores, incluso, eran personas bastante religiosas… ¿Cómo es que ella no era católica y sí que lo era el resto de su familia?
-       Es que el padre era protestante – fue la explicación que recibí.
Pensé entonces que se trataba de uno de esos llamados matrimonios mixtos en que uno de los cónyuges profesaba la religión Católica y el otro la Protestante; por qué extraña razón a una de las hijas se le había educado en una fe diferente a la de sus hermanos era algo que no llegué a comprender ¿Habría habido algún pacto entre los dos esposos, anterior al matrimonio, por el que se comprometían a hacerlo de semejante manera?

Cuando años más tarde me llevó mi curiosidad de adolescente a preguntar e indagar acerca de los sucesos de la Guerra Civil, a investigar sobre la situación de represión en que estaba sumida la sociedad española de la época, recibí, entre otras respuestas, aquélla al interrogante que esta familia me presentaba.

-       A quienes más perseguían, después de a los comunistas, era a los masones – me dijeron – y después de ellos, a los protestantes.

Don Carlos, ese médico inteligente y bondadoso, amante de su profesión, que con tanta delicadeza, tras atender a un enfermo necesitado dejaba bajo la almohada un billetito de cinco pesetas, fue uno de los represaliados del Régimen. No sólo perdió su empleo con la llegada de la Derrota, sino que también intentaron que perdiese su dignidad.
Don Alfonso, el cura del Barrio, se presentaba semanalmente en su casa para adoctrinarlo, para intentar salvar su alma, llevándolo, como a oveja descarriada, al redil de la verdadera religión, la única que podría salvarlo. Su mujer cedía temerosa a las amenazas del sacerdote que la apercibía de la obligación de asistir a misa semanalmente y llevar a sus hijos con ella, so pena de que su marido fuera denunciado a las autoridades.
Y así, los hijos menores asistieron a las catequesis para la 1ª Comunión, continuaron participando en cuantas actividades la parroquia organizase, novenas, procesiones, ejercicios espirituales… siendo adoctrinados en la religión oficial, mientras que sus hermanos mayores cumplían con el precepto dominical por obligación; ellos no llegaron a ser convertidos; más bien, como  la mayoría de la gente de su edad por aquel entonces, observaban el ritual manteniéndose indiferentes. En cuanto a la mayor de todos, ya tenía una edad en la que era muy difícil apearla de sus creencias, y siguió practicando su religión de manera clandestina hasta que, por fin, se promulgó la Ley de Libertad de Culto.
Pero hasta ese momento, ya habían pasado muchos años, muchos, muchísimos años de estar oyendo y leyendo aquella consigna de “Por el Imperio hacia Dios”

jueves, 18 de noviembre de 2010

IV: ENRIQUE



“Pues habría matado usted a dos: Al padre y al hijo”
        
El presente testimonio lo escuché, en la época de mi adolescencia, de labios de Enrique Martínez, mi padre.

Él nació en el 21: tendría ahora 88 años y medio; pero en la época en que ocurrió esto que os narro, su edad se encontraría entre los 20 y los 25 años:

         Si me hubiese dado cuenta de que se estaba aproximando la hora, no habría pasado por allí, pero con este eterno despiste mío, me vine a apercibir en el último momento.
         Y ahí estaban los infantes, cuadrados ante la puerta de Capitanía, el corneta, dispuesto a tocar, y el cabo, en el balcón, preparado para arriar la bandera.
         Me percaté demasiado tarde, di la vuelta, dirigiéndome al Banco de España, por si podía refugiarme en el umbral para evitar tener que saludar, pero no me dio tiempo. La gente de la calle ya se encontraba detenida con el brazo en alto cuando Manuel Vidal me atajó el paso.

-         Oye, tú, ¿es que no vas a saludar a la bandera?
-         Yo no soy militar – repuse mientras intentaba aparentar una calma que me encontraba muy lejos de sentir.
-         ¿Tú no eres militar? ¿Tú no eres militar? ¡Tú eres un desgraciao! ¿Y si yo empezara a darte hostias, qué? ¿Seguirías diciendo que tú no eres militar? ¿Y si yo empezara a pegarte hostias hasta dejarte en el sitio? ¿Qué? ¿Qué pasaría? ¿Eh? ¿Qué pasaría?
-         Pues pasaría que habría matado usted a dos: al padre y al hijo.

         Se quedó parado en seco, clavándome la mirada con odio – los ojos del verdugo – No sé cómo, pero el caso es que sostuve su mirada. Apretó los dientes mientras la desviaba. Bajé entonces la mía hacia sus puños, más apretados aún que las mandíbulas.
         Dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
         Entonces, consciente por primera vez del peligro que había corrido, también yo volví sobre mis pasos, caminando enérgicamente al principio; después, las piernas comenzaron a aflojárseme; empecé a sentir náuseas… Como pude, me apoyé a la pared mientras que las arcadas me sacudían… no podía llorar, aunque era eso lo que con más fuerza deseaba, no podía caminar, no podía, apenas, tenerme en pie…  sólo podía vomitar. Quizás quienes me miraran pensasen que estaban ante un borracho, ¿qué más daba? Después de vaciar lo poco que llevaba en el estómago, continué un rato sintiéndome estremecer cada vez que echaba un poco de bilis… cada arcada era más dolorosa que la precedente, sentía el esófago quemado por las brasas…
         Saqué el pañuelo para limpiarme y empecé a caminar con paso vacilante, mientras un gustillo agrio perduraba en mi paladar: era el sabor del miedo.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Eleuterio Martínez

A veces, buscando entre causas encontramos detalles que nos ayudan a darnos una idea bastante exacta del ambiente de miedo, de opresión, de silencio… que reinaba en la Cartagena de los primeros tiempos de la represión.
Eso me ocurrió al leer las últimas páginas del expediente de prisión de Eleuterio Martínez Ortiz, fogonero del Lepanto que fue fusilado, en compañía de Salvador Reche Pallarés y Francisco Martínez Conesa, el 23 de diciembre de 1939. Sus restos se encuentran en el cementerio de Los Remedios, en la fosa común en la que permanecen los de 51 fusilados republicanos.

En Cartagena se dio una circunstancia no demasiado común en otras ciudades españolas: que con bastante frecuencia los familiares eran avisados por los mismos guardianes de prisión antes de que se llevara a cabo la ejecución de los reos. De este modo, en muchas ocasiones, tenían la posibilidad de recoger el cadáver y enterrarlo en otro lugar. No ocurrió así en algunos casos, bien porque los guardianes de turno no avisasen a la familia, bien porque sus miembros no fueran localizados, o bien porque el miedo a ser también víctimas de la represión, les impidiera acercarse al lugar de la ejecución. Ignoro cuál sería el caso del citado Eleuterio Martínez, pero es el suyo uno de los cadáveres que todavía continúan en la fosa común.

Lo que me llamó la atención al estudiar su expediente fue el hallazgo de un oficio de fecha 30 de junio de 1944, en que el Teniente Juez Instructor Eustaquio Domínguez Álvarez se dirige al Teniente Coronel Jefe Militar de la Prisión de Marina para interesar si el ejecutado había dejado prendas o efectos de alguna clase de su propiedad en dicha prisión, para entregarlos, en su caso, a los legítimos familiares.

La pregunta que surge a la vista del oficio es, sin duda, cómo se hace la reclamación al cabo de tanto tiempo ¿Cuánto miedo no tendrían los familiares para esperar durante cuatro años y medio hasta atreverse, por fin, a reclamar esas prendas?

No pensemos que el procedimiento para que le fuesen entregados a la viuda fue ágil, todo lo contrario: no fue sino hasta el 16 de abril del año siguiente, diez meses después  de haber cursado el oficio el Juez, la fecha en que los objetos le fueron, finalmente, entregados a la viuda. Pero lo que más me impactó fue la relación de los efectos que, según el Jefe Militar de la Prisión, quedaron depositados en el pañol de la prisión tras la ejecución de la pena capital al recluso, y que copio a continuación:





RELACIÓN QUE SE CITA:
Prendas y efectos dejados por Eleuterio Martínez Ortiz dejados en el pañol:
UNA bolsa con fruta (se tiró).- CUATRO pastillas de chocolate.- DOS polvorones.- UNA caja de cartón.- UN par de guantes de niño.- UN cepillo de dientes.- UN trozo de jabón.- UNA carpeta con cartas.- UNA caja de pastillas vacía.- UNA caja de bicarbonato.- TRES servilletas y UN plato.- Metálico ninguno.

Triste relación para figurar como resumen de la huella de toda una vida


martes, 9 de noviembre de 2010

Investigar en Cartagena es llorar

Para consultar las causas seguidas en Cartagena contra los republicanos a partir de 1939, es necesario dirigirse al Archivo Histórico de la Armada, pero el acceso a éste no resulta nada fácil. En mi caso concreto, fue necesaria una espera de más de ocho meses para obtener el permiso para la consulta, permiso que tuve que solicitar al Juzgado Togado de lo Militar nº 14, de Cartagena, que a su vez lo trasladó al nº 1, en Madrid, que estuvo durante todo ese tiempo dándome largas cada vez que telefoneaba para preguntar el por qué de tan gran retraso en ser autorizada, mientras que otros investigadores habían obtenido el permiso en un espacio de tiempo bastante más breve, dos o tres meses como máximo.
Extraño procedimiento el que tuve que seguir para poder consultar unos documentos que, según la legislación vigente, deben ser de dominio público, pues han pasado, en exceso, los cincuenta años desde su redacción.
Por el contrario, para investigar en el Archivo de la Guerra Civil, en Salamanca, me bastó con presentarme allí, portando mi D. N. I. para acceder a cuantos documentos precisé consultar.
Si bien es cierto que a partir de julio de 2009 se agilizó el procedimiento, al delegar el  Juzgado Central en los correspondientes a cada región militar, el trámite para la autorización, también lo es que el mero hecho de tener que presentar la solicitud ante el juzgado debe frenar a muchas de las personas que quisieran conocer las causas que se siguieron contra sus familiares, y que ya se habrían dirigido a consultarlas, a buen seguro, de estar este archivo abierto al público, tal y como debería ser.
Además, a pesar de que los trámites se han agilizado, incluso aquellas y aquellos investigadores que en su día obtuvimos el permiso, nos encontramos con el inconveniente de que éste no es válido más que para tres meses, con lo que anualmente tenemos que realizar por cuatro veces la solicitud de prórroga al que en su día nos fue concedido.
¿Cabe mayor contradicción que la de tener que solicitar autorización de un juez o una jueza para poder consultar unos documentos que legalmente son de dominio público?
Pues bien, para dificultar todavía más las cosas, hay que destacar que el archivo que nos ocupa está ubicado en un edificio dentro de los terrenos del Arsenal Militar, por lo que, una vez obtenido el permiso, hay que realizar nuevos trámites para obtener un carné que nos autorice la entrada al recinto, y un pase para el vehículo que nos permita transitar por el interior del arsenal, ya que los archivos se encuentran en la zona más alejada de la puerta de entrada, puerta en la que hay que pasar cada vez por un control que nos exige la identificación.
Duro camino éste de la investigación, que nos hace recordar la antigua afirmación de que “escribir en Madrid es llorar” para transformarla en otra que nos toca más de cerca: “Investigar en Cartagena es llorar”
Es necesario exigir el traslado del Archivo Histórico del Instituto de Historia y Cultura Naval de Cartagena a un lugar situado fuera de las instalaciones de carácter militar; y es también necesario exigir que el acceso a él sea libre para todo el público en general, para que, por fin, investigar en Cartagena no sea desesperarse, para que investigar en Cartagena no sea  llorar.

domingo, 7 de noviembre de 2010

III: Antonio

III: ANTONIO

Antonio tiene 93 años. Lo movilizaron en el 37, próximo a cumplir los 20.
“Poco antes de que me llamaran a filas, había ocurrido lo del Jaime.
Allí estaba mi tío Ángel. Lo habían destinado a ese barco al año de empezar la Guerra. Lo habían herido cerca de Almería, y mientras el barco estaba en reparación, él se encontraba en el Hospital Militar. Con ese carácter que tenía, no soportaba estar todo el día allí encerrado, y por eso, muchas veces se salía de la habitación, y claro, con la falta de camas que había… pues le dieron el alta antes de tiempo. Se volvió a incorporar y le pilló dentro del barco el día del sabotaje.
Estábamos comiendo cuando oímos la explosión, mi padre dijo: “Eso ha sido el Jaime”. Si tenía que ser, si sabíamos todos que ese barco estaba sentenciado, que se encontraba en el punto de mira de los fascistas por lo que había pasado en el 36 con los oficiales…  Y echamos los dos a correr. Él se fue poniendo la guerrera por el camino, y yo le eché mano a la chaqueta con el brazalete de la Cruz Roja. Nos tiramos carretera abajo, en dirección a Cartagena (Vivíamos en Los Molinos, por detrás de la Iglesia).
En los controles, al ver a mi padre con el uniforme de sanitario y a mí con el emblema de la Cruz Roja, nos dejaban pasar.
Me dieron una caja con morfina, y yo iba pinchando a los heridos, y volviéndoles la cara, para ver si alguno de ellos era mi tío… pero mi tío no aparecía. Casi todos morían. Estuvimos no sé cuánto tiempo ahí, en el muelle, atendiéndolos de primeras, hasta que aparecían los camilleros y se los iban llevando. Cuando terminamos lo más urgente, dijo mi padre: Vámonos a casa, que la mamá estará sufriendo.
Cuando llegamos, no le dijimos nada. No hacía falta. De sobras se imaginaba lo que había pasado… Ella había preparado la cena por la mañana, al mismo tiempo que la comida, para adelantar el trabajo. Y había hecho letones con tomate… No pudimos comer…
Poco después me movilizaron.
La mía era la 21 Brigada Mixta. Fuimos en tren para Valencia, y con nosotros movilizaron también a la Quinta del Biberón. Al llegar a Alicante, las mujeres dejaban las casas para ir a la estación a llorar, porque se llevaban niños al frente.
Al llegar a Valencia nos recibió una escuadrilla de aviones fascistas. Empezaron a bombardear, y toda la gente corría de un lado para otro. Los de Cartagena éramos los que estábamos más tranquilos, porque nosotros ya teníamos costumbre de los bombardeos, pero iban muchos que no habían estado nunca en ninguno, y temblaban de miedo.
De momento, en Valencia, me mandaron al Cuartel General de Sanidad. Me destinaron a ambulancias, y estaba un día franco y otro de guardia. Después, fui al frente de Granada, pasando por Almería. Estuve en Berja, y de allí me mandaron a a Guadix, al hospital. Allí había un médico que era de Almería y se llamaba Don José Rubí Salmerón. Ese médico tenía un compañero médico que se hallaba detenido en San Miguel de los Reyes, un penal que había en Valencia,  pero su mujer estaba en Guadix. Pues el médico me dijo: “Martínez, yo no te lo mando, pero si tú quieres hacerme este favor, te lo voy a agradecer. En tal sitio, la Señora tiene una apendicitis supurada. Si tú quieres hacerte cargo de eso,  porque como es fascista, nadie quiere ir a curarla; pero si tú quieres, pues te llevas del Hospital el alcohol, el algodón, los enseres que necesites y la curas” Y así lo hice. ¡Qué me iba yo a imaginar entonces lo que el agradecimiento de esa mujer me iba a suponer!
Aunque mi destino estaba en Guadix, me mandaron una temporada a Baeza. Allí mandaban a los que tenían sarna. Los metíamos en unos bidones anchos, de 100 litros, con carburo y agua, tres días y los devolvían después al frente. No había ningún sanitario cerca, y por eso me mandaron a mí.
En el Hospital de Guadix estaba al final del conflicto. Al llegar los fascistas pasaron con un coche con altavoces pregonando que todos los personajes militares “de la época del horror” tenían que presentarse en la iglesia. Guadix es, posiblemente, la ciudad de España que más iglesias tiene, pues en cada calle había una iglesia. Nos metieron allí y nos tuvieron 3 días sin tomar alimentos de ninguna clase, ni siquiera agua. A los 3 días nos sacaron de la iglesia a los auxiliares y nos hicieron desfilar flanqueados por dos filas de una compañía, apuntándonos con ametralladoras.
Nos llevaron al campo de concentración, que estaba en Motril, en la provincia de Granada. Había sido una fábrica de azúcar, o quizá de esparto… y dentro del campo había una casa, una especie de palacete, donde se supone que residirían los jefes de la fábrica.
Separaron al personal de Sanidad del resto de la gente, con el fin de que nos hiciéramos cargo de los enfermos propios, y a nosotros nos correspondió la casa, separados de los demás.
Hacía un frío espantoso, porque estaba toda llena de azulejos finos. Y allí encima dormíamos, sin mantas ni nada.
Entonces, la señora que curé se había puesto bien y vino a verme, montada en un burro, y llegó a Benalúa para agradecerme lo que había hecho por ella. Hizo un aval a mi nombre.
En el campo de concentración había 5000 hombres y yo fui el primero en salir del campo, gracias al aval que esa señora me hizo. Fueron metiendo en la casita a los que estábamos en esa situación, y de día nos dejaban salir, teniendo que volver al campo por la tarde. Allí, en el pueblo, hice amistad con una muchacha que trabajaba en una panadería, y salíamos a pasear y a tocarnos el culo por ahí… gracias a esto, paliaba el hambre. El padre quería que pasara a hablar con él, pero entonces vino la orden de ponerme en libertad. Me dieron un pasaporte, y en compañía de un compañero que había estado conmigo también en el Hospital, cogimos el tren para Cartagena.
Al llegar a la estación de Los Molinos, bajamos los dos, y al pasar por la Calle del Apeadero, el dueño de la tienda de ultramarinos de la esquina, me reconoció, y cuando mi padre subía para la casa lo llamó y le dijo “Don Enrique, haga el favor” y él volvió “¿Qué le pasa?” – “Que su hijo está en su casa” – “¿Cómo va a ser?”
Tuve suerte de salir pronto del campo, gracias al aval de esa señora. Si no, no sé cuánto tiempo me habrían tenido encerrado.

Después de que mataran a mi padre, vino la mili… que tras de dos años de guerra, todavía me esperaban otros dos años de servicio militar. Me mandaron a San Fernando, y después de un mes, a Cartagena. Aquí tuve la suerte de que un capitán médico me llamara para la enfermería, porque me conocía de cuando había estado de meritorio en el Hospital Militar, antes de la Guerra. Gracias a eso no se me hizo la mili más dura, pero es fácil imaginarse lo mal que me lo pude pasar esos dos años, trabajando con toda aquella gente, los mismos que habían matado a mi padre… nada se podía hacer, sólo callar. Tragar y callar.

viernes, 5 de noviembre de 2010

II: Dolores


II: DOLORES

Dolores nunca ocultó a sus hijos los hechos de la Guerra Civil ni los de la Posguerra.
Tiene más de 91 años y cuenta con una memoria prodigiosa.
Su tío, con el que vivía, por ser huérfana de padre desde muy pequeña, era republicano de los de Lerroux, y estuvo mucho tiempo en la cárcel por ese motivo.

“A mis hijos, a los 10 años, cuando empezaban el Bachiller, yo los reunía y les contaba las cosas. Tétrica no, pero les contaba la verdad…

Fueron todos tan cobardes, te digo… los de Franco. Fueron tan cobardes, porque no firmaban ningún aval, porque yo he ido, yo, a muchos sitios, con 17 años, y me encaraba… me encaré con el Presidente de la Junta de Obras del Puerto, que estaba ahí por mi tío, y fui a pedirle un aval, porque a él, en la guerra, lo iban a fusilar, y mi tío le ayudó para que escapara, y cogió y se fue…  Se fue, y volvió de la guerra, y se fue otra vez a su puesto. Y fui a verlo para que me diera un aval para mi tío, cuando lo iban a juzgar, porque aquí, en Cartagena, pocas personas me dieron avales. Nadie, porque eran unos cobardes; entonces yo me fui a Murcia, fui a todos los pueblos de Murcia, en todos los pueblos me recibieron muy bien, menos aquí. Le dije a ese señor, cuando me dijo que no me podía firmar, que no podía firmar, porque tenía miedo y tal y cual, le dije de todo… Yo salí llorando pero antes le dije  - Se morirá usted de un cáncer, por malo… - Oye, y luego se murió de un cáncer. No se murió porque yo se lo dijera, pero… 

Cuando terminó la guerra, había muchas personas que a mí no me saludaban, claro, porque yo era roja… no me saludaban. Y un día me lo encontré, me encontré a la mujer, que tenía dos hijas, dos niñas muy gordicas, de estas niñas cursis que había antes, que iban con el bolso, y tal y cual, el bolsito… niñas cursilonas, ¿sabes? Y me las encontré en la confitería, y yo que digo, si éstas son las… las hijas de ese tío que no me quiso dar el aval… ¿pero será posible que éste esté aquí? Y claro, seguían todavía. Yo me salí. Me salí y dije: volveré cuando no esté. No sé si siguió mucho tiempo porque por aquel entonces yo vivía en Los Dolores y por aquí, por el centro, no tenía amistad con nadie.

Sentía un dolor muy grande cuando veía que me hacían el vacío porque era roja… Y mi tío, el pobre, con tanto bien como había hecho por tantas personas… Él sacó a mucha gente; muchísima gente. Y aunque todo eso, en  el juicio que le hicieron aquí, constó, pues nada, como el juzgado era militar… por eso yo odio a los jueces, a los fiscales, los odio. Menos mal que mis hijos, ninguno ha querido ser abogao, ni juez, ni nada.
Es que nada era verdad… los juicios no eran verdad. Una excusa, exactamente, no era verdad; todo una mentira; teatro, era teatro, una excusa para matarlos o para mandarlos a la cárcel, pero que ya sabían, antes del juicio, lo que iban a hacer.

A mi tío no lo detuvieron… no fueron por él. Una mañana, estando ahí en Los Dolores, cuando yo me levanté me llama, dice - Mira, me voy…- Me dio un beso… y… porque iba a ir Don Pedro Soler… yo no sé si tú lo has oído nombrar, que era médico… ginecólogo… Bueno, mi tía tenía una fístula y tenía que ir a él, y por qué no, iba a ir ese día, y dice -  Mira, es que va a venir Don Pedro, a ver a la tía… - y le dije - ay, ¿y por qué no…? – dice -   Mira, es que me voy a Murcia. Me voy a Murcia, que no tengo más remedio que irme… -  ya habían detenido a mucha gente. - Pero esta noche no voy a volver - ¿No?, ¿ay, no vas a volver, pa curar…? - pues nada, tú te aclaras con él - claro, Don Pedro sí sabía a lo que iba. - Fue a entregarse a comisaría en Murcia, para que no fueran a la casa a detenerlo. Pero volvió, a otro día volvió y luego ya fue él, y se presentó en la cárcel para que no fueran a detenerlo. Estuvo cuatro años detenido, que yo iba todos los días a llevarle la comida a San Antón.
Fue horroroso. Lo que es menester es que no vuelva a ocurrir más, en la vida…

Ha habido mucha gente que no le ha querido contar a los hijos… pero yo, a los míos, sí. Yo a los míos se lo conté todo, para que supieran lo que habíamos pasado.

¿Y los curas? ¡Menuda caridad cristiana! Yo también fui a pedir un aval a Don Tomás Collado, para mi tío, y me dijo que no, que no podía hacer eso, porque era, que tal, que cual… y yo lo sentencié… y luego, mi marido era muy amigo de Doña Trinidad, y ahí iba Don Tomás, de visita a su casa… iba ahí y todo el mundo le besaba  la mano, y yo nunca le besé la mano – Buenas tardes – y un día me dijo doña Trinidad – Hija, ¿no saludas a Don Tomás? – Sí, yo lo saludo, cuando entro y cuando me voy, pero yo no le beso a nadie, nada más que a Dios –

¿Y Las procesiones que había entonces? Te voy a contar lo que me pasó a mí en Los Dolores: Yo era Hija de María, porque había sido alumna de San Miguel. Claro, al irme a Los Dolores, cuando ya la iglesia funcionaba y eso, pues, seguía siendo Hija de María, iba a las reuniones… Bueno, y un día hubo una procesión; sacaban a la Virgen, y la organizadora de las Hijas de María nos dijo – Pues tenéis que venir - Yo no quería ir, porque nunca me han gustao las procesiones… vamos, ir en procesión… y además, es que había que ir cantando - Pues sí bueno, pues tal – que me convencieron y fui, y le dije a Paquita – Bueno, pero yo no levanto el brazo ¿eh? – Porque entonces levantaban el brazo hasta en las procesiones – No, pues tendrás que hacerlo – Catalina, una amiga de allí, que vive en Toledo – digo - Bueno, pues no lo hago – Pues te echarán – Pues que me echen – Fui a la procesión. Y nada, cuando llegó el momento, que todas con el brazo en alto, yo no lo levanto. Y se acerca una, la mandamás – Oye, ¿por qué no levantas el brazo? – digo – Porque yo no levanto el brazo, que en las procesiones no se levanta el brazo. Venimos acompañando a la Virgen, yo no levanto el brazo. Si hay que irse, me voy – Y como me vio decidida, dice – Bueno, sigue,  pero debes de hacerlo. Así que otro día lo haces – digo – Bueno, ya veremos otro día – Yo no levanté el brazo. ¿Por qué iba yo a levantar el brazo?
Es que en Madrid no levantaban la mano… en Madrid, no. Eso era nada más que en Cartagena. En Madrid se levantaba antes, pero eso era sólo al principio. Aquí se siguió haciendo muchos años.
Yo no lo levantaba, cuando llegaba a Capitanía y alzaban la bandera, entonces daba media vuelta y me volvía. Nunca me llamó nadie la atención, pero si me la hubieran llamao habría dicho que no tengo por qué levantarla. Yo no tengo que levantarla, yo no soy militar, y mi familia tampoco. Pero bueno, hasta bien poco, la gente levantaba la mano, hasta bien poco, hasta bien poco.
Y eso tenía que haber hecho todo el mundo, pero tenían miedo, tenían mucho miedo… Y por eso aguantó Franco tantos años, por el miedo. Porque la gente, por tanto temor como había, ni se atrevían a contar nada a sus propios hijos. Y por eso, los jóvenes de ahora no tienen ideología ni nada… y por eso ganan las elecciones las derechas aquí en Cartagena, y en Murcia, y en Valencia, porque el miedo de los padres ha hecho que los hijos, que los nietos, nunca sepan la verdad. Por eso yo no me callo. No me callaba entonces, y mucho menos ahora, porque nunca hay que tener miedo de decir la verdad.

Relatos de la posguerra. I: Juan


Quiero ofreceros una serie de testimonios que he ido recogiendo de algunas personas mayores con las que he conversado acerca de sus vivencias durante la Guerra Civil o los primeros tiempos de la posguerra.
El primero, el que traigo hoy hasta vosotros, es el de Juan, un anciano de 88 años, que no tenía más que 16 años cuando se fue al frente. El segundo, el de Dolores, de 91 años, que me contó la manera en que le hacían el vacío por tener a su tío en prisión. Mi tío Antonio, de 93 años, es el protagonista del tercer relato, un muchacho que marcha al frente, con 20 años, después de haber visto la agonía de los heridos del Jaime. Mi padre, que me narró el encuentro con el asesino de su padre, aparece en el cuarto relato. Finalmente, en quinto lugar os ofrezco la historia de Don Carlos, el médico que fue represaliado por practicar una religión distinta a la del régimen.
Supongo que estas historias os conmoverán del mismo modo que me conmovieron a mí.



I: JUAN
“Antes de la guerra era aprendiz de la Maestranza. Pero me alisté pronto. Quería luchar para salvar la República.
Yo me fui como voluntario a final del 37. Un primo mío vino del frente, y como yo era simpatizante de la FAI, me fui con él al frente de Extremadura, a la compañía de Depósitos de Fuenlabrada de los Montes.
Mi primo me estuvo protegiendo para que no estuviera en primera línea, y se las arregló para que en todo el tiempo que estuve allí me encargase sólo de labores de Intendencia.
Cuando llegaron los nacionales, salí huyendo, y me vine andando en dirección a Cartagena; eché a andar desde la estación, hasta llegar a Ciudad Real, donde vivía mi prima Anita. Fueron muchos días los que tardé en llegar
Anita había llegado a Ciudad Real, evacuada de Madrid, y me refugié en su casa. allí no había ropas de hombre; así que me tuve que quedar con el uniforme; no tenía nada para poderme cambiar. Si no hubiese sido por eso, a lo mejor me habría escapado, porque como era tan joven y tenía aspecto de crío… habría podido pasar desapercibido. Pero, no. Me hicieron prisionero. Fue por mi culpa, porque era un inocentón, y se me ocurrió hacer una chiquillada: Fui al banco, para cambiar cinco duros, y me puse en la cola. Y ahí había una señora que ni siquiera me conocía… si era la primera vez que la veía… pero claro, yo iba de uniforme, y entonces ella me señaló y dijo: – Aquí hay otro, alférez – yo iba de soldao, claro, porque no tenía otra ropa. Y me cogieron.
Nos llevaron a la plaza de toros a todos los que nos pillaron. Allí cogí unas fiebres, de comer las tripas que estaban salando, de los toros, pero es que estaba muerto de hambre, y lo único que había era eso, y yo me tiraba a comérmelas como un desesperao. Había también muchos cadáveres de presos… Y allí, entre los muertos, comiendo las tripas de los toros, y pasando sed… porque las tripas estaban saladas, claro, y el agua… el agua, la poca que bebíamos, no estaba en condiciones, claro; y no sé si cogí las fiebres de comerme las tripas o de beberme el agua, pero estuve malo, estuve malo muchos días, ya ni me acuerdo cuántos… hasta que me mandaron a Cartagena, con detall para presentarme, semanalmente, en la Casa de Maestre, muchos años, y después, en el Ayuntamiento.
No me acuerdo cuánto tiempo estuve en libertad provisional; me parece que hasta el sesenta y tantos… Y al principio fue muy duro, porque después de salir de la cárcel, la de Ciudad Real, cuando llegué a Cartagena, me encontré sin trabajo.
Entonces, me buscaba la vida como podía, y pasé mucho tiempo trabajando por las casas, arreglando los terraos que estaban rotos por las bombas; y a donde me llamaran, allí que iba… hasta que me hice con un diamante de cristalero, y entonces empecé a trabajar en eso; trabajé mucho de cristalero, con Belmonte, el de los muebles, y acudía a poner cristales en todas las casas donde me llamaban.
Hasta que por fin entré en la Bazán. Allí nos cogían a todos, porque necesitaban gente para trabajar en los barcos, y no había bastantes obreros, por eso echaban mano de todo el que quisiera trabajar, aunque hubiera estado antes en la cárcel. A la empresa la llamaron “Consolatrix Aflictorum”, igual que le llamaban a la Virgen de la Caridad, porque era el único sitio en donde nos acogían a los rojos. Gracias a la Bazán se calmó un poco el hambre en Cartagena, porque para hacer barcos necesitaban obreros, y no había bastantes. Ésa fue la única empresa en la que nos dieron trabajo a los antiguos presos. En ningún otro sitio nos dejaron trabajar.